jueves, 4 de noviembre de 2010

DIARIO DE UN PEREGRINO / Parte 4



Por Sumeia Younes
(escrito en 1998)


En Minâ:

Tras reunir alrededor de cien piedrecillas, nos dirigimos a Minâ, donde debíamos hacer el Rami. Cabe hacer notar que los hombres debían permanecer en Mash‘ar-ul Harâm toda la noche, hasta el amanecer del día del ‘Îd, pero las mujeres, ancianos, niños y jefes de caravana que los acompañan, están exentos de permanecer allí, pudiendo hacer el rami a los yamarât durante la noche, momento en que hay menos congestión de gente.




 “Minâ” se encuentra en los alrededores de La Meca, dentro de los límites del Harâm. “Minâ” significa “probar, derramar sangre, medir”. Es posible que el nombre verdadero de este lugar fuese Munâ (deseos). Se narró del Imam As-Sâdiq (P) que dijo: “Debido a que en esta tierra el ángel Gabriel (P) dijo a Ibâhîm (P): “Tamanni” –expresa tu deseo- se la llamó Munâ”. 

Mezquita de Jaif próxima a los Yamarât

Allí se encuentra la Mezquita de Jaif, que se narró que en ese sitio rezaron mil profetas.
Cuando llegamos allí, nos dirigimos hacia los Yamarât, donde un día, en tiempos del Profeta Abraham (P), tras concluir con la reconstrucción de la Ka‘bah, y mientras Gabriel (P) le enseñaba los rituales del Hayy, Iblîs se le apareció en tres diferentes lugares e intentó tentarlo, tras lo cual, ordenado por Gabriel, Abraham le arrojó siete piedras, alejándolo así de él, y volviéndose esta acción, a lo largo de la historia, una tradición impuesta por Dios a todos los peregrinos a Su Casa. En estos mismos lugares Iblîs también había intentado seducir al Profeta Adán (P).

Uno de los yamarah (antes)


Uno de los yamarah (en el presente)

El yamarât que debíamos apedrear ese día era el Yamarât-ul ‘Uqbâ. A pesar de que la mayoría de los peregrinos habían permanecido en Mash‘ar-ul Harâm, nos sorprendimos de ver la cantidad de gente agolpada en los yamarât, arrojando las piedras. Los cuatro jefes de caravana que nos acompañaban, con los brazos entrelazados, juntos se adelantaron hacia el tumulto que rodeaba la gran columna, por lo que de ese modo las mujeres, avanzando detrás ellos, y tras sortear algunos golpes de piedras que caían sobre nosotras a fuerza de la mala puntería de algunos hermanos peregrinos, pudimos hacernos lugar y lograr llegar adelante, al frente, para comenzar a arrojar las siete piedrecillas, una a una, acompañadas con la viva voz de ¡Al·lah-u Akbar!…

Arrojando las piedrecillas a uno de los Yamarât

Debíamos tener certeza de que las siete piedras habían golpeado en las columnas, y si no acertábamos, debíamos continuar hasta estar seguros. Siete piedrecillas, cada una de las cuales alejaba de nosotros a Shaitân más y más; un solo contraataque no era suficiente, ya que él repite su seducción una y otra vez, hasta que lo consigue; un solo ataque no lo asusta, debíamos lanzarle siete veces hasta estar seguros de que se había alejado por completo de nosotros. Debíamos hacerlo conscientes de por dónde nos ataca, ya que así sería fácil derrotarlo, puesto que el Corán nos dice: «Por cierto que la argucia de Shaitân es endeble» (Corán: 4: 76).
Tras terminar, pude detenerme a observar unos momentos a mi alrededor, y vi la cantidad de guijarros que se habían acumulado en la periferia de la columna, surcada ésta por un bajo paredón circular. Mientras intentaba hacerme paso a través de la multitud para reunirme nuevamente con los de mi caravana, pude ver la cantidad de calzados y chinelas que habían quedado allí bajo los pies del gentío, debido a que era imposible regresar a buscarlos en medio de tanto tumulto.
Finalmente, agotados, pero al mismo tiempo triunfantes, emprendimos la marcha hacia las tiendas donde pasaríamos la noche, en Mina, en tanto que los hombres aún debían estar en Mash‘ar-ul Harâm, para dirigirse a Mina para el rami-ul yamarât recién a la salida del sol.

Tiendas en Minâ

Mientras caminábamos y nos acercábamos, podíamos ver aparecer en medio de la noche cientos de miles de blancas tiendas, todas alineadas, que iluminaban la oscuridad como luciérnagas.
En Mina utilizamos carpas más modernas que las de ‘Arafât, ya que después del trágico incendio acaecido en el sector de los hermanos paquistaníes durante la peregrinación del año pasado, este año, además de disponer reglas como la prohibición de cocinar dentro de las mismas, se comenzaron a colocar carpas hechas de un material ignífugo, teniendo nosotros la fortuna de que nos tocasen al habernos incorporado a las caravanas iraníes, puesto que fueron los primeros en utilizarlas por corresponderles la primacía al haber colaborado para su construcción, si bien en años subsiguientes ello abarcará a todas las caravanas. Estas carpas se asemejan a bungalows, en cuya parte superior tienen un saliente de estilo japonés, todos los cuales cuentan con sistema de aire acondicionado, y desde adentro, una y otra carpa se comunican por medio de despegar los costados de los paneles de las mismas que se sujetan entre sí por medio de una tela adherente.

Dentro de la carpa en Minâ

Ingresamos a una de ellas, obviamente sintiéndonos agotadísimas. Tras descansar un poco, intentamos mantenernos despiertas, puesto que, de acuerdo a lo transmitido del Imam As-Sâdiq (P): “Es adecuado, si puedes, que permanezcas despierto toda la noche, puesto que las puertas de los cielos permanecen abiertas en esta noche y la gracia de Dios sobre sus siervos es abarcadora, y nosotros en este desierto, somos los invitados de Dios, y Él Mismo dijo: “Es un deber para Mí que responda vuestras súplicas”. (Al-Kâfî, T. 4, p. 469). Tratando de cumplir con ello, algunas de las hermanas intentaban vencer su sueño por medio de la recitación del Corán, otras estaban sumergidas en las súplicas, hasta algunas escribían en su diario las experiencias vividas, esforzándose por recordar el más mínimo detalle de lo que habían vivido en ese largo e inolvidable día, empeñadas en transportar todo ello desde sus corazones al papel… Y finalmente se podían ver otras que finalmente habían sido vencidas por el sueño.
Al fin, tras realizar la oración del alba, los que no habían dormido durante la noche –y aun los que lo habían hecho- descansaron un poco, para prepararse para el ‘Id Al-Al-Ad·hâ (la festividad del Sacrificio). Mientras tanto, los hombres recién estaban saliendo de Mash‘ar-ul Harâm o Muzdalifah, con destino a Minâ, para luego de un pequeño descanso, dirigirse a apedrear a Shaitân.
          

Ofrenda de una animal (Hadî):


«Hemos dispuesto al sacrificio de los camellos como parte de los ritos de Dios, y en ello obtenéis beneficios. Pronunciad pues, el Nombre de Dios sobre ellos en el momento del sacrificio, cuando aún están de pie; y cuando hayan caído, come, pues, de ellos y dad de comer al satisfecho y al mendigo…» (Corán; 22: 36)

El segundo acto obligatorio que debíamos realizar en Minâ, en el día del ‘Îd Al-Ad·hâ, era el sacrificio de un animal o hadî: «(Asimismo, Dios) estableció el mes sagrado (Dhûl Hiyyah), la ofrenda del animal y los ornamentos que cuelgan del mismo…» (Corán; 5: 97)


Pensé reiteradamente en el significado de ello, de por qué debíamos ahora “derramar sangre” en un lugar sagrado, y creí entender la razón. Pensé en la primera vez que un hombre de Dios había sido ordenado a ello en esas tierras benditas, y nuevamente vino a mi mente Ibrâhîm (P). Imaginé la fe y devoción que este ser humano perfecto debía de haber tenido por su Señor; pensé en todas las veces que había sido puesto a prueba por Dios, pero no cabía en mi mente, no podía concebir ese momento en que, ordenado por Dios Altísimo, no dudó un solo instante en que debía llevar a cabo la orden de inmolar a su pequeño hijo Ismâ‘îl (P). No preguntó la razón de tal orden, no se demoró en acatarla, hasta que, cuchillo en mano, estando a punto de pasarlo por la garganta de su hijo, recibió una nuevo mandato de que, “Nuestro propósito no es derramar sangre, sino tu liberación; en su lugar, debes sacrificar un animal”. Abraham fue probado con las más difíciles pruebas: «Y de cuando Su Señor probó a Ibrâhîm, con ciertos mandamientos que él observó» (Corán; 2: 124).
Y ahí estábamos, en una tierra repleta de historia, en un suelo en el que un día, miles de años atrás, Ismâ‘îl, ese valiente adolescente, apoyó su bendito rostro para ser degollado por su padre, en sumisión a Dios. Pensé en la gran diferencia que existe entre nosotros y los santos de Dios, en todas las excusas y disculpas que nos inventamos a veces para quebrantar las órdenes de Dios; cuando escuchamos una norma divina que no nos conviene, dudamos, nos le oponemos, preguntamos la causa, la razón, tratando de arreglarla y acomodarla según nuestros intereses, para luego sentirnos tranquilos con nosotros mismos por haber encontrado una solución… «¡Pero si hubieran hecho lo que se les aconsejó, cuánto mejor habría sido para ellos y más firme para su fe» (Corán; 4: 66).


Aquella de Abraham fue una victoria de la sumisión por sobre los instintos; la derrota del llamado de un padre en cuyo interior una voz ardiente clamaba: “¡No lo hagas, no mates a tu hijo!” vencida por la proclama del Señor del Universo que le decía: “En ello está Mi complacencia. Debes ser probado”. Sí, el día 10 de Dhûl Hiyyah, es día de ‘Îd, de festividad, de celebrar el triunfo del intelecto y la revelación por sobre las pasiones y efusiones del alma, por lo cual Ibrâhîm fue llamado por Dios “el amigo de Dios” y tras lo cual recibió el título de Imâm: «Por cierto que te designaré Imam de los hombres» (Corán; 2: 124).
Día de la “Festividad del Sacrificio” (‘Îd Al-Ad·hâ)… ¡Qué día! Día de sumisión, día en que Shaitân fue expulsado, día de lucha y de apedreamiento. Eso es lo que el Islam –“sumisión a Dios”– requiere de un musulmán –“el sometido a Dios”-, que sea valiente, que resista ante el enemigo de Dios, sea como fuera que se presente, ya sea en forma del Shaitân que se apareció a Abraham y a Adán –con ambos sea la paz-, o en forma de otros tipos de shaitanes, denominados hoy en día imperialismo, explotación, etc. Eso es lo que Allah quiso decirnos al ordenarnos seguir con la tradición de sacrificar un animal, sino de otra manera no representaría más que gastos, esfuerzos y derramamiento de sangre inútiles: «Ni sus carnes ni su sangre llegan donde Dios; en cambio, le alcanza vuestra piedad» (Corán; 22: 37). Es un símbolo, no un simple acto sin sentido. Eso es lo que Allah quiere de nosotros, pero ¡en qué pésima situación nos encontramos hoy en día los que nos llamamos musulmanes!

Ahora, cada uno de nosotros debía sacrificar un animal. Obviamente, no hacía falta que las mujeres lo hiciésemos con nuestras propias manos. Incluso los ancianos y la mayoría de los hombres, previo pago del precio correspondiente ya sea de un cordero, vaca o camello sano, sin defectos, de acuerdo a las posibilidades de cada uno, toman representantes que lo hacen por ellos. Debíamos esperar que nos llegase la noticia de que en el Maslaj[i] ya habían sacrificado un cordero a nuestro nombre.


Antes de ello, no podíamos realizar el siguiente acto obligatorio en Minâ, es decir, el Taqsîr –cortar una pequeña cantidad de cabello o uñas- para las mujeres, y asimismo para los hombres que en años anteriores ya habían realizado el Hayy, y el Halq –o rasurarse la cabeza- para los hombres que realizaban por primera vez el Hayy: «Que luego se purifiquen (por medio de cortarse algo de cabello y uñas, o de rasurarse las cabezas)» (Corán; 22: 29). Se transmitió del Imam As-Sâdiq (P) que por cada cabello que se desprende de la cabeza del musulmán, éste obtiene una luz el día de la Resurrección.
Cada tanto nos informaban los nombres de quienes ya podíamos hacer el Taqsîr, y mientras tanto, el resto permanecía expectante, puesto que se transmitió que tras derramarse la primera gota de sangre del animal, Allah perdona los pecados de su dueño. Cuando por fin fueron sacrificados todos los corderos, y ya todas habíamos realizado el Taqsîr, nos felicitamos entre todas por haber cumplido una parte más de las órdenes de Dios, y en celebración del día del ‘Îd. Tras el sacrificio del animal los hombres que realizaban el Hayy por primera vez, debían rasurarse las cabezas.
Tras ello, salíamos del estado de ihrâm y se nos volvían lícitos casi todos las acciones que al vestir el ihrâm se nos habían vedado[ii].
Aquel día, con todo lo que en sí contenía, había finalizado. Ahora debíamos pasar la noche allí (baitûtah)[iii] para, al día siguiente, el 11 de Dhûl Hiyyah, realizar el rami a los tres yamarât.


En la noche entre el día 11 y 12, ya todo estaba en calma, puesto que la mayoría de los actos del Hayy habían concluido y el sonido de las letanías se elevaba de cada tienda ubicada en Mina.

Galería donde se encuentran los Yamarât
A la mañana, nos encaminamos hacia los yamarât para apedrearlos por última vez, y tras concluir todo, nos dirigimos, a pie, hacia el hotel.


Tras tres días en el desierto debíamos dirigirnos a la Casa de Dios, a la Ka‘bah, para realizar nuevamente el tawâf, esta vez con más congestión de gente. Esta vez con un sentimiento distinto, pues ya se nos habían perdonado todos nuestros pecados; esta vez nos acercábamos un poquito más al nivel de los ángeles que circunvalan en los cielos. Esta vez no solo nuestro cuerpo se movía, sino también nuestro espíritu circunvalaba la Casa.


Tras concluir el tawâf, debíamos realizar el salât-ut tawâf [iv] y luego nuevamente el sa‘î entre Safâ y Marwâ. Ahora ya no hacía falta el taqsîr porque ya lo habíamos realizado en Minâ.
Los últimos actos del Hayy son la realización del tawâf-un nisâ’ [v] que tanto hombres como mujeres deben realizar, y tras ello el salât-ut tawâf-un nisâ’, con lo que se dan por terminados los actos del Hayy.
Volvimos al hotel extenuados y al mismo tiempo victoriosos, tras unos días que habían sido mucho mejores que toda una vida de negligencia.

Cueva de Hirâ en Yabal-un Nûr

El jefe de caravana nos informó que aún íbamos a permanecer en La Meca dos días más, y que tras ello nos dirigiríamos a Medina, por lo que podíamos aprovechar esos días visitando lugares sagrados como la cueva de Hirâ, donde el Bendito Profeta (BP) recibió la primera revelación; ubicada en Yabal-un Nûr, “la Montaña de la Luz”, luz y esplendor que iluminó el mundo de la existencia y transformó a la humanidad. Era como si viésemos cómo el Enviado para los mundos, acongojado y desesperanzado de todos, se refugiaba en esas rocas ardientes y escabrosas, y se situaba en una pequeña cueva, y desde lejos, con su corazón abatido, observaba la ignorancia y las tinieblas. Y yo ahora, podía leer en cada roca, escrito con la más clara y prolija letra, aquel primer esperanzador anuncio de florecimiento, sabiduría y revolución, traído a Muhammad por el Ángel Gabriel: «¡Lee!, en el Nombre de tu Señor que todo lo creó».
Agradecí a Allah todo lo que me había otorgado durante todos esos días, puesto que si Él no lo hubiese querido yo no habría estado allí. Pensé en los amargos días en que el Profeta, Jadîyah, Abû Tâlib, y todos aquellos primeros musulmanes habían pasado para que hoy podamos nosotros tranquilamente rezar una oración, y aun así muchas veces no son realizadas, se dan excusas: “Estamos en un país que no es islámico. Es difícil para nosotros”, etc… ¡Oh musulmanes! «(Dios) no os impuso dificultad alguna en la religión; porque es el culto de vuestro padre Abraham. Dios os denominó musulmanes antes y en este Corán para que el Enviado sea testigo de vosotros y para que seáis testigos de los humanos. Observad, pues, la oración, pagad el zakât y amparaos en Dios que es vuestro Señor. ¡Y qué excelente Señor!» (Corán; 22: 78).
Pensé en los millones de mujeres y hombres a lo largo de la historia que desearon desde lo profundo de su corazón estar allí y gozar de la gran misericordia que Allah nos provee en esos días, pero que finalmente murieron sin poder concretar su sueño… y pensé en si realmente muchos de aquellos a los que se nos otoga la bendición de estar allí, somos merecedores de ello… Entonces vinieron a mi mente las benditas aleyas: «Dicen: “¡Creemos!”. Diles: “No creéis aún, mas bien decid: “Nos hemos islamizado”, ya que la fe todavía no ha penetrado en vuestros corazones… Solo son creyentes quienes creen en Dios y en Su Enviado y no dudan luego, y sacrifican su hacienda y sus personas por la causa de Dios. ¡Estos son los sinceros!» (S. C.; 49: 14,15). «Son quienes, cuando les arraigamos en la Tierra, observan la oración, pagan el zakât, encomiendan el bien y prohíben lo execrable» (S. C.; 22: 41). «Que mencionan a Dios, estando de pie, sentados o acostados y meditan en la creación de los cielos y la tierra, diciendo: “¡Oh Señor nuestro! ¡No lo creaste en vano!”» (S. C.; 3: 191). «Les verás orando prosternados, anhelando la gracia de Dios y Su complacencia, y en sus rostros están marcadas las huellas de la prosternación» (S. C.; 48: 29).

Tras dos días allí, debíamos dejar La Meca, esa ciudad bendita a la que tal vez jamás regresaríamos. Antes de partir, realicé un tawâf de despedida (tawâf-ul wadâ’), suplicándole a Allah que me permitiera volver a ella otra vez, y que no me hiciera caer en la negligencia después de haber sido guiada. Pedí mucho por mis padres, parientes, amigos y cercanos, para que los alejara de todo tipo de error y falta, y le rogué que, así como me había permitido ver Su Casa en este mundo, que me permitiera encontrar en el otro mundo, junto a la Fuente de Kauzar, a Su Profeta, a su hija Fátima, a ‘Alî y los Imames de su Descendencia, puesto que, según dijo el Profeta (BP): “Cada uno será resucitado junto a aquellos a quienes ama”.



Al finalizar con el tawâf, no podía alejarme de esa bendita Morada, resultaba difícil saber que tal vez no volvería a verla jamás. La besé y toqué lo más que pude, y rogué a Allah, así como nos lo enseñaron nuestros Imames (P): “¡Dios mío!, bendice a Muhammad, Tu siervo y Enviado, Tu Profeta y fiel depositario, Tu amado y confidente y lo mejor de Tu creación. Dios mío, así como difundió Tu Mensaje, se esforzó en Tu camino, elevó Tu asunto, fue afligido por Ti, y Te brindó devoción, hasta que le llegó la certeza, asimismo, Dios mío, tórname triunfante, que me sea respondida mi súplica de forma que retorne de la mejor manera en que alguno de tu partido lo hace habiendo sido objeto del perdón, la bendición, la misericordia, la complacencia y el bienestar. ¡Dios mío!, si decretas mi muerte, otórgame el perdón, y si me permites seguir viviendo, agráciame con ello en el futuro. ¡Dios mío!, no decretes que sea la última vez que me encuentre en Tu Casa. ¡Dios mío!, me hiciste cruzar naciones hasta que me hiciste llegar a Tu Harâm, Tu lugar de seguridad, siendo que esperaba Tu perdón. Si es que en realidad has perdonado mis faltas, acrecienta Tu complacencia, acércame hacia Ti y no me alejes. Y si es que aún no me has perdonado, entonces perdóname ahora… Este es el momento de mi partida, si es que me lo permites… ¡Dios mío! Protégeme, hasta que me hagas llegar junto a los míos”.



Tras ello bebí por última vez agua de zamzam al lado de la Ka‘bah, y me alejé despacio sin darle la espalda, como lo hacen muchos en señal de respeto, y cuando ya estaba a punto de alejarse de mi vista, hice un suyûd, una larga prosternación de agradecimiento y a la vez de desconsuelo: “Contritos, arrepentidos, adorando a nuestro Señor, alabándole, anhelando a nuestro Señor y volviendo hacia Dios, In sha’Al·lah…

Subimos al autobús que nos llevaría a Medina. Era difícil alejarse de allí, pero finalmente debíamos hacerlo. Adiós primer adhân de Bilâl sobre la Ka‘bah; adiós primer lugar de la Tierra; adiós suelo bendito que contienes dentro de ti la historia del Islam y de la humanidad; adiós tierra sagrada, que no te conformaste con todo lo que viste, que todavía esperas tener el honor de ser la primera de presenciar el levantamiento de Al-Mahdî, quien llenará la Tierra de equidad y justicia, luego de haber sido llenada de opresión y tiranía. Entonces, ¡Dios mío! ¡Apresura su aparición, y acrecienta el número de sus ayudantes y auxiliadores, y haz que nos contemos entre ellos!



[i] Maslaj: lugar en Mina donde los peregrinos, el día 10 de Dhûl Hiyyah, sacrifican un animal.
[ii] Tras la realización del taqsîr, la  mayoría de las cosas que se habían vuelto ilícitas tras vestir el ihrâm, vuelven a ser lícitas, a excepción del uso de perfumes y la intimidad matrimonial.
[iii] Baitûtah: es el hecho de pasar la noche en Minâ, desde el ocaso hasta la medianoche de las noches 11 y 12, y para algunos incluso la del 13 de Dhûl Hiyyah. Está permitido salir de Minâ después de la medianoche, y realizar el tawâf, el salât-ut tawâf, el sâ‘î, el tawâf-un nisâ’ y el salât-u tawâf-un nisâ’, y regresar a Minâ antes del mediodía, para realizar el apedreamiento a los yamarât.
[iv] Tras la realización del tawâf y el salât-ut tawâf, el uso de perfumes vuelve a ser lícito.
[v] Tras la realización del tawâf-un nisâ’ y el salât-ut tawâf-un nisâ’, la intimidad matrimonial vuelve a ser lícita.

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